Que la vida se le iba, dice Juanín Gamaza, y eso a él le quemaba por dentro. A su madre, Candelaria, se le volvía a complicar la diabetes. La enfermedad de siempre, que no se conformaba con atacar la vista y los pies. Por mucho que se cuidara, que llevara a rajatabla la dieta y los medicamentos, sus riñones habían sufrido el paso del tiempo. «Fue hace cuatro años. Los médicos afirmaron que sólo funcionaba el cinco por ciento de los dos riñones». La creatinina a nivel 9. Y la diálisis. La temida diálisis como única salida.
Comenzaba la lucha. La de una familia entera. Primero, para convencer a Candelaria de que se sometiera al tratamiento. «Ella no quería, nos decía que tiraba la toalla. Hasta se despidió de nosotros», recuerda el componente de la comparsa Los Cobardes. Luego, para que no se viniera abajo. «La diálisis deja agotado. Íbamos martes, jueves y sábado. Perdía cuatro kilos cada vez que salía del Hospital».
Había que encontrar rápido una solución. Juanín y su hermano Rubén se ofrecieron a los médicos. «Nosotros queremos donarle el órgano». La madre se negaba. No quería. Pero ellos tenían claro que harían cuanto fuese posible. Se sometieron a análisis y pruebas. Los resultados designaron a Juanín como el más compatible de los dos. Él no se lo pensó, «y mira que soy cagueta, que una vez me cogieron dos puntos y pensé que terminaba en la UCI».
Durante un año, soportó análisis de sangre, de orina, pruebas de corazón, contrastes radiológicos y TAC. El resultado: Apto. «Aún guardo ese papel en el coche, el que decía que era posible el trasplante». Ambos riñones, el de madre e hijo eran muy parecidos. Tenían un 100 por cien de compatibilidad.
Finalizaba el trámite médico. Empezaba el burocrático. Jueces, psicólogos y, sobre todo, que Candelaria se encontrase en un estado óptimo de salud. «Fíjate que por entonces, el sueño de mi madre era poder beber medio litro de agua de un tirón. Así de controlado tenía cada alimento y bebida que se metía en el cuerpo». A ello, se sumaba que la madre de Juanín seguía sin querer que su hijo se sometiera a la operación para donar el órgano. Continuamente alargaba el proceso y mentía asegurando que se encontraba bien.
Hasta que un día, Juanín explotó. Observaba con impotencia el desgaste de su madre, que bajó de 65 a 51 kilos. Se coló en el Puerta del Mar y le dijo a los médicos: «Abridme ya y le dais mi riñón a mi madre. Si no lo hacéis, prendo fuego a esto o hago cualquier otra cosa», estaba desesperado, reconoce. «Y eso que el trato de los médicos y de los profesionales fue increíble. Estoy muy agradecido, porque son los mejores de Europa».
Fue entonces cuando doctor, madre e hijo llegaron a un acuerdo. Un plazo de seis meses. Si en ese tiempo no llegaba un donante, extraerían el de Juanín. Pasaron los meses. Y tres llamadas. La primera, en vano, a finales de año. La segunda, en Navidad. En ambos casos «falsas alarmas». Resultados negativos e incompatibles.
Hasta que un lunes, siete de marzo, sonó el teléfono de madrugada. «Candelaria, véngase para el hospital en ayunas». Ella marchó tranquila con sus hijos. Pensaba que de nuevo quedaría en un intento. Sin embargo, tal como llegó la enviaron para quirófano. «Me acuerdo que llegó un chaval con una nevera, dentro iba el riñón, y mi madre me dijo: Mira, ahí va mi vida». Era el órgano de una mujer. Poco más saben. «Una mujer que salvó a mi madre». Volvía a nacer a los 57 años.
Juanín se deshace en elogios cuando habla de los profesionales del Puerta del Mar. También de su empresa, que le dio todo el tiempo necesario para cuidar a la paciente. Y su comparsa, con una disponibilidad siempre absoluta. Ya ha pasado lo peor. Candelaria se recupera. «Todo el mundo debería hacerse donante», reflexiona. Y más tras haber vivido una experiencia grabada del mismo modo que el nombre de su madre en la piel.