Cuando todo Cádiz vibró con el Gran Hermano que ganó Ismael Beiro

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CÁDIZDIRECTO/Enrique Alcina.- ¿Dónde estabas tú la noche que Ismael ganó Gran Hermano? Cómo hemos cambiado. En la primavera del principio y final de siglo, a un paso del dichoso euro, un joven gaditano contagió a sus paisanos de una extraña fiebre amarilla de pasión por la psicología de masas de andar por casa. Una experiencia sociológica, oiga, un pantallazo de fama fugaz, el concurso que frenó el tiempo pasado.

Las cristaleras de los bares anunciaban: «Hay gran Hermano», como quien pregona el menú del día infinito, veinticuatro horas en directo, «pon la tele, a ver cómo está Ismael». Nadie pudo huir de la conversación eterna de la temporada, ni de esa euforia no tan contenida que produjo Ismael Beiro, corrían malos vientos para la lírica del Submarino, pero la gente se sentaba a ver cómo un gaditano ganaba algo. Era el favorito en las llamadas de paganini. El chaval navegaba con soltura en las procelosas aguas de la tragicomedia televisiva que tejieron los aspirantes al premio de veinte millones de pesetas. Ismael, al cabo del trimestre de cautiverio público, le regaló a su madre un piso en el Paseo Marítimo. Les cambió la vida.

Ismael quebró de veras el techo de los índices de audiencia, y hacía calor en Cádiz, y también en la Sierra madrileña, y el personal abrió las puertas, sacó las sillas, brindó por el futuro y se encontró con el silencio, un escueto silencio sepulcral previo al estallido de alegría que sonó en todo Cádiz al compás de la brisa del mar. Los colegas y familiares de Beiro, muchachos del barrio de Loreto con bastantes tiros dados y mucho pundonor, festejaban a las puertas de la casa, separados por vallas de los acólitos de los demás finalistas de la primera edición de Gran Hermano: Iván, el asturiano inseparable amigo de Ismael, y la rubia Ania.
El desenlace del programa, una suerte de drama con final feliz, se vivió de aquella manera, de diversas maneras. En Cádiz, casi como un ascenso. En la casa, con un piscinazo de Ismael ante una docena de millones de espectadores. Afuera, con un improvisado pitote, botellón incluido, de los invitados gaditanos. Y en la tele, en el aire, bajo la batuta de la impar Mercedes Milá. A la carrera, el triunfante Ismael, ya en libertad, corrió a abrazar a su abuela y a su perro turco, que había viajado en avión, por la mañana, con su madre, una mujer con toda la gracia que encandiló a quienes la conocieron en las alturas, en un vuelo Jerez-Madrid, camino de la victoria de su hijo.
Los regidores de la función televisiva no lo tuvieron fácil con los colegas de Ismael. En un momento dado, alguien exclamó: «Tres, dos, uno, cero», y los chavales de Loreto irrumpieron a la voz de «¡A ver quién tiene cojones de cerrar Astilleros!». Desarmado, el jefe del invento exigió un buen comportamiento, pidió «silencio». Y lo que recibió fue otro golpe de ingenio y chispa gaditana con su maldad intrínseca y su mijita de frescura: «¡Silencio, el Viernes Santo!». corten, corten.
Cádiz era una ciudad de Segunda B, pero aún se conocía el trabajo fijo. Eso sí, nacian robustos e implacables los contratos basura que hoy dan tanto que hablar, a las Torres Gemelas les quedaba un año y pico de aguante, la burbuja inmobiliaria llamaba a las puertas del infierno, a la velocidad del sonido se expandía el rumor por venir del ansia de los nuevos ricos y los pobres nuevos, y las obras del soterramiento de la vía del tren sacudían la leyenda de la torre de Preferencia. Gran Hermano, por así decirlo, cogió desprevenida a la gente, internet se encargó de propagarlo e Ismael inauguraba la era de las redes sociales desde cero, ajeno a la vorágine.
El joven gaditano, que en el mentado 2000 tenía 28 años, compartió con todos algo nuevo, todo parecía nuevo para aspirantes y testigos. El mismo tiempo ha devaluado este concurso, que tal vez se ha devorado a sí mismo, convirtiéndolo en un espectáculo más de esta feria de vanidades, manoseado y enfermizo, pero el primer Gran Hermano fue distinto. La curiosidad, el vértigo, lo impredecible, los efectos inmediatos. Y además se lo iba a llevar un gaditano. Los concursantes burlaron las reglas de la prisión y se nominaron todos, en aras de la igualdad estadística, así que arriesgaban todas las semanas inspirando deseos de cohesión y solidaridad, amén de cruentas tentaciones de traición y malas artes entre la audiencia. Lo típico. Luego vendría Operación Triunfo a rizar el rizo de la realidad, otro cantar.
En el balcón del Ayuntamiento, Ismael tuvo que saludar a unas dos mil personas y se enfrentó al reto de charlar con Teófila en su despacho, rodeado de gente, aún aturdido por el claustro y posterior melocotonazo. Media hora más tarde, Ismael salía de San Juan de Dios enfundado en su nuevo disfraz de pregonero del Carnaval. Qué pelotazo. Beiro se marchó a trabajar a Madrid, contratado por la productora del programa, y no se cansó de buscarse la vida en multitud de facetas audiovisuales, lo ha venido haciendo con pasión y resistencia hasta hoy mismo, que estrena su nuevo espectáculo en Madrid, «The Blues Bordes», con José Boto.
Está feo decirlo, pero este plumilla presenció la final del concurso, precisamente junto a los colegas de Ismael, y luego pasó una noche con los participantes, en su destino madrileño. Los chavales intentaban adaptarse a su nueva situación de fama y dinero. Ismael aprovechó para formarse en diversas disciplinas e ingresó en el mundo del humor, mayormente, sin olvidar algunos trabajos televisivos que le brindaba la ocasión.
Una noche acudió a los focos de Crónicas Marcianas, la sensación de madrugada de Sardá y compañía. Nervioso, acaso empujado por las circunstancias y exigencias del vodevil, Ismael arrojó a la cara de Boris Izaguirre un vaso de agua fría. Y se subió en lo alto de la mesa. Indómito, el chico de barrio. Desde entonces, sin embargo, Ismael no ha dado escándalos ni ha buscado notoriedad a toda costa, más bien ha permanecido de pie en el mundo que descubrió en directo, en la tele, en la escena diaria. Marcado por Gran Hermano, para bien y para mal.
Mientras tanto, en Cádiz se hablaba de Cádiz, que es una cosa muy propia de Cádiz, y de cómo Ismael había llevado el nombre de Cádiz, epa, la bandera de la patria, la camiseta soleada del Yellow Submarine. Ismael, a secas, fue el nombre que corría en boca de los gaditanos durante un trimestre memorable. Ismael se bautizaron muchos niños después.
Todo iba bien. Hasta que Ismael sufrió un accidente de tráfico con su moto, Le salvó el casco. Estuvo un mes «desaparecido» en el Puerta del Mar, en coma. Alguien le robó el mes de abril, pero despertó y volvió por sus fueros. Un superviviente, Ismael. Grabó un disco. Recurrió a la terapia de la risa, ha trabajado en multitud de medios y recorrido el país en el azaroso círculo de los monólogos. No es país para cómicos. Tres lustros después, Ismael sigue «on the road». Y va a ser papá de una niña. El mundo gira.