El día que cayó la burbuja inmobiliaria de las casetas de playa

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Siempre hubo clases, hasta en la playa, donde sólo iguala el calor y, si acaso, el colesterol. Allá donde cotiza alto el sol, en la mejor playa urbana del sur de Europa, explotó hace algo más de treinta años la burbuja inmobiliaria de las casetas de colores.

El alcalde Carlos Díaz ordenó el derribo de las casetas, las legales y las ilegales, en el verano orwelliano del 84. El Ayuntamiento iba a trincar un dinero curioso como indemnización del rescate del puente Carranza, más de tres mil millones de pesetas, así que había presupuesto para cristalizar el nuevo paseo marítimo.

Muchos gaditanos lloraron la pérdida de un tiempo que jamás retornaría por la misma senda, se habían habituado a pasar el día de playa en su segunda vivienda de la Victoria, la caseta de mampostería, de madera o de mimbre, junto a otras familias de confianza que las ocupaban cada verano. Había listas de espera en San Juan de Dios para accedder al alquiler por temporadas. Siempre hubo clases.

Con el tiempo, la gente fue arrimando casetas ilegales al entramado de la geografía del litoral, del hotel Playa a Cortadura, y también hacia Santa María del Mar, hasta sumar unas ochocientas casetas de diversa edad y condición.

Había casetas de uno por dos, con toldos y lonas, y también gastaban habitáculos mínimos para una persona, pero al fin se levantaron casetas sobre el paseo peatonal de asfalto, casetas con duchas y espacio suficiente para guardar la ropa, los flotadores, las colchonetas, los neumáticos, sillas, mesas, balones, sombrillas, neveras y hasta una bicicleta.

Los más veteranos recuerdan el olor mestizo a sal y a cuerpo serrano, la jungla de la pasión y el rubor, la mar salada y el sudor colectivo, amén del sabor de las monumentales tortillas, los camarones de la Isla y las bocas, las sardinas asadas y las exquisiteces caseras, envueltas en intrigas de aceite, aluminio y mapas del tiempo, o servidas de gentil manera en los castizos y míticos bares y restaurantes del entorno, el Anteojo, el bar Ramón, el Málaga, el Felvi. Reinos de taifas de arena y refrigerio asistiendo al trasiego constante de la bulla playera y centros de reunión de los arístócratas del barrio.

El día que desahuciaron «las olitas» del paseo, cambió el viento de pronto. El adiós a la privatización del frente marítimo, por así decirlo, no dio paso a la era de la inocencia, precisamente, pues el desarrollismo salvaje ya conocía los entresijos del crecimiento de la ciudad, de modo que la calle de la mar gaditana sufrió los efectos del ladrillazo precoz al tiempo que los servicios de playa colmaban las necesidades del usuario con todo tipo de atenciones que antes del imperio de las casetas no se estilaban, ni mucho menos.

No hace falta incidir en la transformación de las costumbres en la toma de baños: la indumentaria, las precauciones, los deportes en liza. En la orilla de la playa de la Victoria se disputaban, ya en los años treinta, espectaculares carreras de caballos, que reunían al público en gradas, y motocicletas, la atracción del motor al compás de la marea.

Hoy sería impensable tamaño dispendio medioambiental, se han prohibido hasta las barbaocas y han apagado la luz para que tengan sueños las mojarritas. Los sofocados vendedores ambulantes de tobillos generosos y precios irónicos de arena caliente, que llegaron a cultivar un arte genuino de comercio de cercanías e incluso un lenguaje propio, han cedido su hegemonía al multicolor zoco de variedades artesanales y marcas variopintas del paseo, la feria en el foco del antojo fugaz con su mismo voraz instinto básico.

Más de un siglo después del nacimiento del balneario Reina Victoria, los bruscos giros del urbanismo campante han tornado el viejo hotel Playa, que abrió sus puertas en los años veinte y fue adquirido por el Ayuntamiento en los cincuenta, por el flamante hotel Playa, tras la demolición del edificio original, a mediados de los ochenta. Todo nuevo, oiga. Días de reconversión forzosa, movidas de euforia colectiva, liguillas de la muerte, desempleo en segunda fila y la caída en desgracia de las casetas. Cayeron primero los recuerdos del rincón comprendido entre los números 307 al 334, qué pena más grande.

La expectación derivó en indignación y pusieron el grito en el cielo los caseteros oficiales y los destrangis. Algunos de ellos, al más puro estilo de los propietarios de viviendas ilegales peleadas con los planes de ordenación urbanística de cualquier población con vocación turística que se precie, adujeron que estaban al corriente en el pago del suministro de luz y agua. Guiños del destino. Lo suyo sería alquitranarla.

No había mañana en que la imprevisible megafonía de la Victoria no cantase media docena de niños perdidos, el entretenimiento del bañista aburrido.

La voz de ultratumba playera, que también anunciaba las ofertas de empresas locales y daba el parte marítimo, significaba el muro cibernético de hoy y la radio de mañana. A falta de dispositivos móviles y caprichos electrónicos, el personal se hacía compañía de otra manera y abusaba con gozo del transistor a pilas, el libro en vías de extinción, la digestión reglamentaria y los interminables juegos infantiles en boga.

De primeras, las casetas parecían confesionarios que sólo permitían unos cuantos movimientos memorizados y la inequívoca acción de taparse con la toalla o toldo completamente vintage.

De la unipersonal pasaron algunas familias a disfrutar de un trastrero multifuncional o el recibidor de su particular casa en la playa, justo cuando apenas salpicaban unos cuantos chalés el paisaje urbano inmediato.

Los veranos infinitos gaditanos retrotraen la estampa de algunas casetas públicas donde la gente pagaba por cambiarse y subrayan en rojo la figura inconfundible de las bañeras o bañeros, personas que limpiaban casetas y proporcionaban asistencia a las familias de paganinis. Una especie de suerte de sereno playero en dedicación exclusiva.

Ni que decir tiene que la playa triunfante extendió su mirada, perdió el miedo a lo desconocido y compartió usos y modales con la otrora lejana Cortadura, meta del atleta, refugio del solitario, paraíso del inconformista, legendario objeto de deseo.

Los militares acotaron la zona en alguna ocasión para preservar la residencia de oficiales. Hasta allí llegaron las casetas en plena fiebre del sol urbanizable, lo mismo que se llenó de casetas ilegales el tramo entre el cementerio y Santa María del Mar.

Cuentan por bajini algunos bañistas jubilados que, ya en los años cincuenta, algunos bañistas desnudaban sus cuerpos al sol, en contramano moral y legal. Lo sabía todo el mundo. La libertad al pie de la letra se tomaba entre las dunas, las cañas y la zona amurallada, a buen resguardo de satirones y niñatos salidos. El lugar del naturismo clandestino se vino a llamar Solarium.

La excursión a la playa de las afueras de esta página nostálgica gaditana tenía nombre de tranvía con jadineras, esos fantásticos vagones de trepidación sentimental que asomaban asientos a la claridad de la calle y deparaban algunas sorpresas morrocotudas a viajeros y viandantes.

El trolebús claudicó ante el autocar, a escasas décadas de la manía persecutoria por las rotondas, y el calimero o guardia municipal de blanco impoluto se jugaba las vidas anónimas. y la suya propia, en medio de tal fregado, nada que ver con la urgencia de la prisa del año diez después de la burbuja inmobiliaria con más veras, la del ruinazo climático del euro moreno de verde luna.

Sobreviven al intento, por ventura, bastantes niños de la época de las casetas de playa, que crecieron a base de brechas en ambas rodillas, canciones de Roberto Carlos, bocatas de caballa, castillos de naipes, fantas de naranja, barro en los pies, viento en la cara, arena en los bolsillos, algas rebeldes, chanclas cambembas, biquinis a la última, cuadernos Rubio, gomas Milan, Castro y Gutiérrez, patatíbiris, relojes de pulsera, cromos de dinosaurios, combois da pejeta, pelotas de trapo, recortables, novelas del oeste, Karina, Nino Bravo y Locomotoro.