El exterminio de la familia Rendón

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El reloj del Relojero marcaba las cuatro de la tarde. En el foso de las Puertas de Tierra se oyó el ruido violento de una ráfaga de disparos que chocaban contra piedra ostionera. Luego, silencio. Y un cuerpo, sólo uno, tumbado inmóvil bajo el sol de agosto de 1936. A Francisco Rendón (1874) lo fusilaron a sangre y fuego. Acababan de escribir la primera página de un exterminio que casi acaba con una familia. Con un apellido.

Francisco Rendón.

En Cádiz no hubo trincheras en el verano del 36, pero sí venganzas. Ajustes de cuentas contra líderes de la izquierda y representantes sindicales. Por ello, Francisco Rendón no debió nunca regresar de Cuba, donde emigró joven en busca de suerte y dinero. Sin embargo, lo hizo. Se enroló en un barco del puerto de La Habana para volver a su ciudad natal con sus dos pequeñas, Milagros y María Luisa. En la isla del Caribe sólo le quedaba la tumba de Julieta Martell, su primera esposa e hija de un matrimonio burgués que nunca vio con buenos ojos el casamiento con un vendedor ambulante de orfebrería venido del sur de España.

Así que tras exhalar Julieta el último aliento poco después de dar a luz a María Luisa, decidió cruzar el océano en sentido inverso. En Cádiz, en la Calle Pelota -que se llamaba por entonces Alonso el Sabio-, abrió ‘La Central’. Una platería y relojería que trajo su sobrenombre. A Francisco, a partir de entonces, lo conocerían como el Relojero.

Cuando el bando nacional se sublevó y estalló la Guerra, el Relojero ya destacaba dentro del Partido Comunista. Las tropas africanas, conocidas como los moros, desembocaron en Cádiz el 19 de julio. En apenas unas horas, arrasaron la ciudad. También el negocio de Francisco Rendón. Y su casa. Ubicada justo arriba, en el mismo bloque. “La platería la saquearon dos veces. Primero los moros. Después, los falangistas. Durante semanas, los milicianos vendieron las joyas en la Plaza de San Juan de Dios a plena luz del día”, explica el historiador Santiago Moreno, embriagado por el sino de esta familia.

Mientras robaban el esfuerzo de una vida, Francisco Rendón guerreaba en el Ayuntamiento. Hasta allí se había trasladado en un vano intento de defender el Gobierno legítimo. El Consistorio no resistió a las tropas africanas. El mismo 19 de julio, domingo de calor y flama, apresaron a Rendón, que sufrió el cautiverio en la Carcel Vieja. Luego, un Consejo de Guerra -en solitario-, “tuvo que ser una personalidad muy importante para que lo hicieran así”, apunta Santiago Moreno.

Cargos por auxilio a la rebelión y ejecución. Ruido de disparos que reverbera al golpear contra piedra ostionera. Silencio y un cuerpo inmóvil bajo el sol. El reloj del Relojero se detuvo para siempre a las cuatro de la tarde un 9 de agosto de 1936.

Milagros Rendón (La Habana, 1907). Hija mayor de Francisco.

Milagros Rendón.

Durante 41 días con sus noches, Milagros sólo pudo ver a su hija de once meses a través de una ventana con barrotes de la Cárcel Vieja. Se desconoce si era su marido José u otro familiar el que paseaba en brazos a la niña por la acera de enfrente. La madre miraba desconsolada mientras negaba con pequeños movimientos de cabeza. Las lágrimas se agolpaban en los ojos y un nudo se formaba en la garganta. Así se lo contó a su hermana en una carta desgarradora que hablaba de fantasmas, miedo e incertidumbre.

A Milagros la detuvieron el 19 de julio durante la defensa del Gobierno Civil (actual Diputación). Santiago Moreno no sabe bien qué hacía allí. Existen dos hipótesis. Una, que -confundida- fue a buscar a su padre y quedó atrapada con el inicio del asedio encabezado por el General Varela. Otra, que dio su vida por la República. La fusilaron el 29 de agosto por ser hija de quien era. Ya entonces conocía la suerte que había corrido el Relojero.

En el Consejo de Guerra le acusaron de “fea, alta y tener gafas”. También, de disparar la bala que mató al corneta Rafael Soto Guerrero. Aquello nunca pudieron demostrarlo. Su marido José huyó con la hija a Barbate. Se dedicó un tiempo al campo, luego se pierde la pista. Sí se conoce el destino de la pequeña. Falleció por desnutrición antes de cumplir los diez años. Muchos creen que nunca superó que le arrebataran su leche materna en una posguerra de penuria y hambre.

Daniel Ortega (Fuentecén, Burgos, 1898). Yerno de Francisco Rendón, marido de María Luisa.

Daniel Ortega.

Aquella tarde de julio, Daniel Ortega se encontraba en Madrid. Allí se enteró de que María Luisa, la mujer a la que amaba -con la que compartía dos hijos y llevaba años casado-, había sido detenida por los golpistas en su vivienda de El Puerto de Santa María. Desde la primavera, viajaba regularmente a la capital del país. Las elecciones del 36 le habían convertido en el único diputado del Partido Comunista (integrado en el Frente Popular) en la provincia de Cádiz.

Oriundo de Fuentecén, provincia de Burgos, Daniel aterrizó en Cádiz allá por el 20 para matricularse en la Facultad de Medicina. El joven militó en el PSOE antes de desembocar en el PC, con el que sentía más afinidad ideológica. Sus estudios los compaginaba con un trabajo de mecánico. Fue así como conoció a la hija del Relojero. A la que quiso hasta su muerte. Con el paso de los años, ambos se mudaron a El Puerto, calle Santa Lucía, donde Daniel abrió una consulta y ejerció la medicina.

El estallido del conflicto le cogió en zona republicana. Bando que no abandonó y en el que luchó hasta alcanzar el rango de coronel. “Una traición” provocó su detención en el 39. Ya entonces, el ejército de Franco había sentenciado la victoria. Apresado “comenzó una peregrinación por las cárceles de Madrid y Valencia”, cuenta Moreno. Hasta que le reclaman desde Cádiz. Querían al hombre que impulsó el Socorro Rojo Internacional en la provincia. Su fusilamiento llegó también en agosto, como el de Francisco Rendón y Milagros. Esta vez en 1941 y en un escenario distinto al foso de las Puertas de Tierra: El Castillo de San Sebastián.

María Luisa Rendón (La Habana, 1909). Hija pequeña de Francisco.

María Luisa Rendón.

El destino quiso que María Luisa llegara con vida a la primavera del 37. Fecha de su juicio. Los fusilamientos, por entonces, se encontraban más pausados. Su suerte no la hubiese creído la tarde del 23 de julio de 1936. Le sobresaltó el ruido apresurado de las botas militares que subían por la escalera de su casa, luego golpes en la puerta y la orden de que abriera. Durante dos días estuvo en arresto domiciliario. Finalmente, la trasladaron a la cárcel municipal de El Puerto. Allí comenzó una condena de doce años, que quedó reducida a la mitad, y en la que conoció el hedor, la humedad y el frío de varias prisiones de la España franquista. «No vas a ser liberada nunca, confórmate con que no te maten», le dijo un falangista portuense según cuentan los historiadores.

Y sobrevivió. Sobrevivió a la precariedad de los sucios barrotes sin perder un ápice de esa belleza que le hacía destacar. «Sufrió capítulos oscuros y algún intento de abuso por parte de un comandante», revela Santiago Moreno sin descifrar más pistas. El párraco Antonio Ochoa, con el que mantenía un fuerte vínculo, intervino para evitar el acoso.

En una de tantas cárceles (Madrid, Guadalajara, Gerona o Barcelona) conoció a Sebastián Romero, contrabandista y buen hombre. Se casaron. Ya por entonces, María Luisa había superado los treinta años. El trabajo de su marido le llevó a viajar por todo el país, hasta que un día se instalaron, por fin, en la Calle Silencio del barrio de El Pópulo. Él falleció en el 64. No conoció la Democracia. Ella, como mujer libre, en el 81. Tuvieron dos hijas: Juana y Marisa. Ambas acudirán al homenaje de su madre el próximo 7 de marzo.

Ese día, en la Casa del Pueblo de El Puerto de Santa María -ciudad donde comenzó su cautiverio- destaparán una placa para que quede esculpido su nombre. Luego, presentarán un libro que puede adquirirse en la librería La Clandestina. Una obra que lleva por título María Luisa Rendón Martell y en la que Manuel Almisas, José Luis Gutiérrez, Santiago Moreno, Fernando Romero y Pura Sánchez cuentan la vida de la hija del Relojero, Francisco Rendón. La historia de un apellido que quisieron exterminar y quedará grabado hasta el fin de los días. Sujeto a la inmortalidad de la tinta y el papel.