Como si se tratara de dos vidas diferentes, María Luisa Rendón calló mucho a sus hijas. Les habló poco de la niña venida de Cuba y nada de la mujer rebelde de El Puerto de Santa María. Cavó una franja en los recuerdos para separar su historia. La María Luisa Rendón antes de la Guerra. La María Luisa Rendón después de siete años entre los barrotes de varias cárceles de la España franquista. “Lo hizo para protegernos, para que no cargáramos ni nos perjudicara su herencia”, dicen Marisa Romero Rendón (1945) y su hermana Juana (1947).
Por eso, cuando el pasado siete de marzo destaparon una placa con el nombre y los apellidos de su madre en la pequeña calle portuense Javier de Burgos, se abrazaron y lloraron a lágrima viva. Unieron las dos mitades. Los retales que le arrebataron a una familia que a punto estuvo de ser exterminada. “Mi abuelo, que se quedó con la custodia de Daniel y Juanín, los hijos de María Luisa y Daniel Ortega, contaba una anécdota. Al patio de vecinos de la calle San Félix, donde vivían, fue una noche un falangista. Pistola en mano. Pegó un par de disparos al cielo y gritó: De los Rendón no va a quedar ni la semilla”, recordaba un familiar en el homenaje, donde presentaron el libro biográfico de la protagonista. “Y mira, está claro que se equivocó”.
Marisa y Juana oyen y asiente. Como aquella tarde del 2010, en la que el historiador Santiago Moreno se sentó con ambas y le reveló el secreto que la madre ocultó bajo un manto de protección y olvido: “Cómo íbamos a imaginar tanto, mi niño, que fuera activista, o que impulsara el movimiento obrero feminista en la provincia… ¡Si ella parecía una mujer normal!”.
Una mujer normal que había sufrido en su cuerpo tres fusilamientos: padre, hermana y marido. Una mujer normal con una condena de doce años por defender la libertad, cumplió siete con el agravante de ser guapa. Una mujer normal que rehízo su vida con Sebastián Romero. Se mudaron a El Pópulo, a la calle Silencio, para convertirse en María Luisa la Practicante. Hablan de una madre, “muy culta eso sí”, que ayudaba con las curas y las inyecciones a los vecinos del barrio, los cuales aceptaron con respeto el pasado y nunca lo susurraron a su paso.
La practicante le contó a sus niñas lo justo de Daniel Ortega. Primer marido, diputado provincial durante la República y con el que tuvo dos varones que arrebataron de sus brazos del mismo modo que le arrancaron los años de juventud. También del abuelo, el Relojero, que lo hicieron preso en el Ayuntamiento mientras defendía el Gobierno elegido en las urnas. Pero sobre todo, de Milagros, su hermana. “La quiso muchísimo”.
“Nuestra tía tenía mucho carácter, muchísimos cojones”. Tanto que el 19 de julio, día que desembarcaron en Cádiz las tropas africanas, marchó al Consistorio a buscar al padre en vez de quedarse en casa. No lo encontró entre tanto trajín. Por eso tiró para el Gobierno Civil, donde le hicieron prisionera. Antes del fusilamiento, trasladaron a María Luisa del penal de El Puerto a la Cárcel Vieja de la capital para que se despidiera de ella. “A mi madre ese momento, ese último abrazo, no se le borró nunca”.
Milagros tuvo su último alarde de valentía en el foso de de las Puertas de Tierra. Justo en el momento de la ejecución, se quitó la venda atada a los ojos para mirar fijamente el rostro del verdugo, que sintió un escalofrío antes de apretar el gatillo. Dejaba en el mundo a la pequeña Nati, con meses de vida, que falleció una década después. También la criatura que llevaba en el vientre: “Estaba embarazada de tres o cuatro meses”.
Juana y Marisa se consideran de izquierdas. De las de verdad. “Como para no serlo, lo llevamos en la sangre. Sangre roja”. Le inculcaron la educación y los valores desde chica, a pesar del contexto de oscurantismo y represión. “Tampoco hizo falta mucha insistencia, cargamos muchas muertes a nuestras espaldas”.
Crímenes que asomaron como viejos fantasmas el 23 de febrero de 1981, un mes y poco después de que el corazón le fallara para siempre a María Luisa Rendón. “Cuando Tejero asaltó el Congreso, echamos a temblar… Creíamos que con nuestro historial, a nosotras nos llevaban las primeras por delante”. Reconocen que se trata de la única vez, en tantos años de existencia, que conocieron el miedo. No sólo por la herencia materna. También por la paterna: “Nuestro padre fue un buen hombre”.
Hablan de Sebastián Romero (Cádiz, 1905), tan republicano como su esposa. Sólo les diferenciaba un detalle: Él en vez de comunista, se consideraba anarquista. Sebastián luchó contra el Bando Nacional en Oviedo, y alcanzó el rango de capitán. «A papá le gustaba mucho presumir de que en esa época conoció a la Pasionaria». Se echó a la montaña con el maquis y cuando le capturaron sufrió en sus huesos, durante cuatro años, el frío húmedo de las celdas de Gijón.
Una vez libre, se dedicó al contrabando. Hasta instalarse para siempre con su familia en la Calle Silencio, donde puso fin en 1964 a una vida de guerra, viajes y estraperlo. «Mi padre», dice Marisa. «Mi padre da para escribir otro libro». Y Juana asiente, con la mirada perdida en los recuerdos.