Entre Sopranis y Plocia: pasado y presente de los ultramarinos de Cádiz

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Venimos de los barcos. Corre el viento sin freno en la calle que un día fue principal. Gente con tiempo, perros sin dueño, camisetas del Cádiz, efluvios cósmicos, patinetes eléctricos, la memoria desvencijada de lo que pudo haber sido, el color del domingo, la soledad y el entierro. Sopranis abajo, una mujer dialoga desde el balcón con una vecina, a pleno pulmón “¿Cómo está tu marido?”. “Se toma todo lo que quiere, pero en casa no. El médico me ha dicho que no le compre vino”.

“Made in Cádiz”, reza un aviso en el escaparate del ultramarinos que da título a una de las vidas paralelas de Santa María, el barrio. Adentro, Joaquín Chuliá, uno de los propietarios del centenario colmado gaditano, que lleva cuatro décadas al pie del cañón, desde los dieciséis años, conoce los nombres de los clientes de confianza. “Hola, Mari”. “Dame …” “¿Una pieza?”. Una cosa breve, una conversación transparente, un desavío de última hora, el antojo del mediodía, lo contrario de la gentrificación.

Los orígenes del almacén se remontan a la invasión de cántabros y gallegos, del mismo modo que pasean por la vía las leyendas de tantas familias, payas y gitanas, que han poblado este rincón del mundo. Visitantes de la devaluada Piel de Toro, desnortados guiris recién bajados del barco, el autocar o la bicicleta, en busca de la felicidad instantánea, en hiperbólico contraste con los supervivientes del barrio de toda clase y condición, explican las intenciones de las señalizaciones turísticas no oficiales, la cartelería de la curiosidad gaditana.

La impronta de los colonos del norte se deja sentir en la trastienda del mar de Cádiz, Sopranis y Plocia, hermanas con destinos diferentes y distintos altibajos. Una mantiene el sabor del ayer y la otra mira a la modernidad, salvo excepciones, ambas abrazadas a la contenta necesidad.

Echa la cuenta Joaquín sin recurrir a la calculadora. Y emplea el diminutivo cariñoso para despachar cuarto y mitad de sociología. Pregunta interesado a un matrimonio con acento fino. Vienen de Tudela, Navarra, a casa de unos familiares. Se llevan agua, leche, huevos y una buena impresión. Joaquin ha recorrido miles de kilómetros tras el mostrador y a lo largo de la blanca barra de bar que invita a quedarse un rato.

Mágico González se asoma al futuro desde una foto de la plantilla del Cádiz del año 90 del siglo pasado. “El Nazareno, Camarón y Mágico son la trinidad de Cádiz, y del barrio”, enfatiza mientras ordena los botellines en miniatura, que no están de museo : un tipo se hace con dos ejemplares del tirón. Joaquín empezó a trabajar en el 78, tiempos duros, tiempos salvajes, reconversiones y droga dura.

Por aquí se libró la batalla de Astilleros de aquella temporada. Los vecinos levantaron barricadas y la Policía tuvo que pegar un rodeo, a riesgo de sufrir la respuesta de la ira. “¿Se acuerda del tango de La Guillotina? En el pasado octubre… Ironía superlativa sobre la hospitalidad gaditana.

Llamaron a los pañuelitos verdes, los antidisturbios, y “las gaditanas los recibieron lanzando claveles desde las ventanas, pero “con macetas para que cayeran más rápido”. “Tiramos la casa por la ventana, qué generosidad: una mesa, una silla, una plancha, un lavabo, una nevera”, y la rima de “si vuelven les daremos el mejor trato”. Esta letra se escribió cuando había que devolver los cascos y se tomaba la libertad de gañote vil.

Cuando descansan los supermercados, y en el corazón de las fechas señaladas, se da mejor la faena de ultramar, aunque pesan los días cenicientos. “A veces no vienen ni para robarte”, ilustra Joaquín en torno al negocio y al barrio. “Nos llevamos un tiempo muy bien hasta que llegó la crisis. Ahora nos defendemos, pero más bajo no se puede caer”. Economía de supervivencia.

Atrás quedan los años de euforia y guerra, cuando los gallegos quitaron el hambre del barrio y se convirtieron en marineros en tierra, pasando de grumetes a patrones y de servir a dirigir.

En el ecuador de Sopranis sopla el viento a capricho, como la vida. La Rambla, inmensa y amable estancia gastronómica, y el Noya, el bar de las distancia cortas, figuran con letra cursiva en las guías especializadas, adornan la historia del pescaíto frito y la empanada. Sopranis, la añeja y orgullosa, mira de reojo a la colorista y animada Plocia.

No cabe la envidia. Suena el trueno de un reggaetón molesto que apaga el canto alegre de un canario.

“Enjoy your life”, aconseja un letrero chillón a la vera de la “Lila Family House”, palaciego recuerdo, recortable y latente de los remotos cargadores de Indias y del fútbol barroco, siga la línea violeta, acaricie a un perro amarrado a la puerta del baile de la peña Noray, no asuste a los extranjeros a grito limpio, no mire malamente a los músicos ambulantes, ya está aquí la desembocadura de la calle Sopranis, la puerta del mar, a un paso del Pópulo.

Hoy como ayer. En San Juan de Dios, a la vista de todos, otro guiño de magia y precisión: “Hay” churros y chocolate. Solo “hay” entre comillas. .