La noche antes, Selu, «sin apellidos», aprovechó que la marea era favorable. El viento calmado. El agua clara. Y se sumergió en el oceano, por la playa de La Caleta. Unas cinco horas de buceo hasta conseguir lo que ahora muestra en una esquina a la sombra de la Plaza La Cruz Verde, dos barreños cargados de doradas frescas. Al lado su hijo, que vigila para que la Policía no les sorprenda y se lleve la mercancía. «Hasta 200 euros de multa. Además del pescado, que mira, todavía está vivo».
Selu se quedó parado en 2009. Trabajaba en la construcción. Sin paro ni ayuda, vive de lo que el mar le da. «Cuando la marea no permite pescar, cojo mariscos. Si la cosa está mal en las piedras, voy al muelle tempranito». Sobre la seis, cuenta. Se conforma con un par de cajas, «lo que sobra de la traíña». Para tirar ese día. De eso se trata: «De ganarme la vida como pueda. Veinte euros hoy, quizás quince mañana».
A veces, la captura va por encargo. «De un bar me dicen tal, o una vecina me pide que le coja tanto de pulpo». Esas veces tiene la venta hecha. Una venta a un precio muy por debajo del mercado. «A la mitad». Competencia desleal denuncian los comerciantes del Mercado, que pagan religiosamente sus impuestos. «Si en los puestos está a seis o siete euros el kilo, yo lo vendo a 3». Eso si no le sobra al llegar el mediodía. El fin de la jornada.
A eso de las diez habilita su puesto, dos barreños traídos de casa. Si sobre las tres aún no ha vendido todo, «me paso por los bares». La última opción, porque compran muy barato. «Abusan de nosotros. Luego, encima, ves que venden la caballa a cinco euros. Una barbaridad». Eso sí, cuatro o cinco piezas van siempre «para el congelador de casa».
Junto a Selu se encuentra ‘El Papa’, que no quiere fotos. Parco en palabra. Una gorra le tapa medio rostro, y con unas manos ásperas, llena de sabañones, le enseña a una mujer -ama de casa sexagenaria- un puñado de boquerones. «Hablar tampoco. No puedo distaerme. En el momento que no eche cuenta tengo encima a la Policía», explica desconfiado. Y sigue con sus labores: «Mire señora qué cosa más rica y más fresca».
Casi todos los vendedores de las esquinas tienen entre cuarenta y cincuenta y pocos años de edad. Padres de familia, parados de la construcción. Como Luis, escondido en mitad de la calle Cardoso con sus kilos de caballa. «Este sitio es más prudente». Una gorra beis, posa de espalda para la cámara. «De todos modos van a saber quién soy».
Luis se levanta cada mañana temprano, a eso de las seis, y se dirige hacia el muelle. «Hay veces que compro el par de cajas en la subastas. Otras, afuera, a los chavales que le regalan algo por ayudar». Dentro del Puerto cuesta más caro, «hay que pagar los impuestos, 4 ó 5 euros, ha subido este año». Luego, se dirige a su esquina. «Siete años llevo así». Antes trabajó incluso en Mallorca, en «obras de edificios».
Teme que pronto pongan una credencial para entrar en el Puerto. «A ver cómo me busco la vida». Ocho euros un día, diez otro, «la gente no compra igual que antes. La crisis se nota en los bolsillos». Cuando no consigue vender todo: «Lo reparto». Normalmente entre personas mayores. Jubilados y ancianos que conoce y sabe que no tienen para comer. «Antes de que se lo lleve la Policía y me meta más de 200 euros de multa, prefiero darlo en María Arteaga o a quién lo necesite», explica con amabilidad.
A Luis le gustaría ser autónomo. «Montar mi puesto y pagar los impuesto. Cotizar. Pero es imposible». De momento, «voy cambiando de esquina. No es bueno ponerse todo el tiempo en el mismo lugar. Mejor despistar». Aunque en la calle Cardoso es donde pasa la mayor parte del tiempo.
Juan Antonio, en cambio, prefiere el callejón de Cardoso, casi a la altura del Mercado Central. Vende coquinas. «De siempre. Desde niño». Muestra una cicatriz a la altura de la tibia. «Me la hice mariscando. Casi pierdo la pierna», cuenta con naturalidad. Aquel día olvidó ponerse unas medias.
A sus 52, lleva con el marisqueo casi 40 años. «A mí esto me encanta. Porque no sólo hay que saber coger la coquina y limpiarla. También hay que saber venderla», dice mientras pregona su mercancía. Cada día, cargado de bártulos, pedalea en bicicleta hasta las marismas de San Fernando. Allí coge los moluscos que luego limpia y vende a cuatro euros el kilo. «Antes costaba un eurito más».
Eran otros tiempos. Una época en la que se podía vender «en el Piojito». Y en cuatro días ganaba lo que ahora en siete. «Con 30 euros al día estoy más que satisfecho», dice con una sonrisa. Y repite, como cada uno de sus compañeros, una lección aprendida en la esquina: «Se trata de ganarse la vida».